jueves, 15 de mayo de 2014

Tarea 4

Sobre los muebles del despacho caía la luz de costumbre. A medio abrir, la persiana de varillas repartía las sombras como si fueran barajas. Junto a varios montones de fichas de cartulina escrupulosamente alineadas, a un costado de la mesa, una jarra de agua proyectaba distorsiones y reflejos. En el centro, la mano pulcra y pálida de la doctora Freidemberg garabateaba en una ficha. El blanco agudo del delantal hacía ajedrez con la butaca de cuero negro. 
El timbre del teléfono interrumpió la escritura.
¿Diga?
¡Doctora Freidemberg, doctora! ¿Sí, dígame? ¡Doctora, esto se acaba! Perdone, ¿con quién hablo? ¡Soy yo: Castillo! Ah, cómo le va, Castillo, qué desea. La llamo para anunciarle que he decidido suicidarme. ¿Cómo, Castillo? Que pienso suicidarme en cuanto cuelgue, la llamo porque había prometido avisarle si lo hacía y eso es lo que estoy haciendo, no tengo gran cosa que decirle aparte de esto. Pero Castillo, usted es consciente... Perfectamente, doctora, perfectamente. Vamos a ver, Castillo, por qué no almuerza tranquilo, viene a mi consulta esta tarde y me lo explica mejor, ya verá cómo podemos arreglarlo. Olvida usted que las consultas son los jueves, doctora. Pero hombre, éste es un caso de fuerza mayor, podemos trasladar la sesión del jueves a hoy. Al contrario, éste es un caso extremadamente sencillo, se trataba sólo de agradecerle su comprensión durante estos meses y de que supiera que voy a ahorcarme en la habitación de mi hija, ha sido usted de gran ayuda para mí, doctora, no sabe la tranquilidad que siento ahora que sé que debo morir. Escúcheme bien, Castillo, ahora va usted a coger un taxi y se viene inmediatamente a mi consulta, lo espero dentro de media hora, además, cómo se le ocurre que va a ahorcarse en la habitación de su hija. Mi hija se marchó de casa hace dos semanas, como bien sabe usted. ¡Caramba, ya lo sé, pero de todos modos le parece a usted bonito que su hija sepa que se ha colgado en la misma habitación donde ella ha dormido tantas veces, cómo cree usted que se sentiría! En eso tiene razón, doctora, lo que ocurre es que en la habitación de mi hija está la única lámpara propicia, yo no pretendo herirla a ella personalmente, al contrario, le he dejado una carta extensísima en donde le explico todo con detalle. ¿Ha escrito usted una carta? Sí, doctora, le aseguro que es lo suficientemente efusiva como para que mi hija no se tome mi suicidio como algo personal. Pero Castillo, ¿cuánto tiempo lleva meditando esta idea? Pues... no podría responderle con exactitud, en realidad si uno lo piensa bien llega a la conclusión de que lleva pensándolo más o menos toda la vida, estas cosas no son instintivas, doctora, no intente convencerme porque no lo hago por despecho sino por una cuestión de principios, ya hemos hablado de eso muchas veces, no sé de qué se sorprende. ¡Pero en el último mes ni siquiera habíamos mencionado el tema! Precisamente, doctora, ya lo tenía casi decidido y no quedaba gran cosa que hablar de eso. Siempre quedan cosas por hablar, se lo aseguro. ¿Sí, como qué por ejemplo? Pues como las infidelidades de su mujer, hemos analizado más las culpas de su mujer que las suyas propias. No necesito que me las recuerde, mis propias culpas las purgo yo solito, doctora, ya ve usted que no me las arreglo mal para eso, ahí está la cuerda, esperándome. ¿Pero no le asusta la muerte, Castillo? La muerte es bella, doctora. ¿Y usted cómo lo sabe? Lo sé, lo sé, créame. No puedo creerle porque usted y yo estamos vivos, afortunadamente. Es muy pobre estar vivo, doctora. ¿Cómo dice? Que un cadáver es un cuerpo que ha conocido la vida, pero en cambio nosotros no conocemos qué es estar muerto, por lo tanto nos falta algo. ¡Es a ellos a quienes les falta, les falta la vida, Castillo, la vida, que es lo que por ejemplo le permite a usted estar diciéndome disparates por teléfono! Los muertos son más sabios. ¡La sabiduría es la memoria, Castillo! Sí, pero la memoria más perfecta es la que dejan los muertos. Mire, le propongo un trato: de ahora en adelante dedicaremos todas las sesiones a discutir acerca de la idea de la muerte, invertiremos horas en el análisis de libros, películas, experiencias propias y ajenas relacionadas con la muerte; al cabo del tiempo, podremos decir que sabemos del morir tanto o más que los muertos de la vida, y con una ventaja: nosotros estaremos aquí para contarlo, y ellos no, ¿qué le parece?
Conteste, Castillo, qué le parece! Está usted intentando convencerme, joder, siempre está intentando convencerme de algo, estoy harto de que me haga creer que estoy equivocado. Es la vida misma quien lo persuade. No, doctora, la vida me ha persuadido para que me cuelgue, usted no lo entiende porque las cosas le marchan estupendamente, claro, pero los miserables como yo no tenemos por qué sufrir la humillación de levantarnos cada mañana evitando los espejos para no llorar de vergüenza por los sueños que teníamos de jóvenes. Usted qué sabrá cuántos sueños he tenido yo que resignar, Castillo. Pues no, no lo sé, la verdad, pero sí sé que ahora está en su consulta remodelada y próspera, con la pared llena de diplomas y con una vocación cumplida y un buen sueldo, ¡coño si tiene un buen sueldo!, lo sabré yo si no les saca los cuartos a sus pacientes... ¡Castillo! Claro, para usted debe ser reconfortante pasarse el día escuchando las penas de los demás y luego llegar a casita y decir: ¡por fin en paz!, y salir a cenar o a ver una película bien acompañada y después dar un paseo por el centro pensando: ¡qué bonita está la noche...! Se equivoca, Castillo. Y luego llegar a casita de nuevo y servirse la última copa, poner música... ¡Le digo que está equivocado! Y después ir a su habitación, dejar que la desnuden... Pero escúcheme... Follar hasta que amanezca como una perra desesperada... ¡Castillo, cómo se atreve! 

La doctora Freidemberg encendió un cigarrillo.
Doctora, le pido que me perdone por opinar de su vida sexual, me encuentro algo alterado, pero reconozcamos que usted se conoce al dedillo la mía, en fin, le pido disculpas, no quiero morir con mala conciencia. Escúcheme bien: le agradezco que retire el comentario, pero ése no es el punto, Castillo, debe usted reflexionar menos acerca de sí mismo y abrirse a los demás, usted cree que conoce la vida y sólo se ha fijado en la suya, es natural que se crea desgraciado porque nunca se le ha ocurrido pensar en los problemas ajenos. Es que mis problemas son más graves que los ajenos, doctora. Todos tenemos conflictos, Castillo. No me diga, ¿y qué problemas graves puede tener una mujer como usted, por ejemplo? Pues mire, para empezar, ya que tanta curiosidad tiene, le informo que estoy divorciada desde hace siete años, y que desde entonces son muy pocas las veces que he tenido la oportunidad de cenar a la luz de las velas, como usted dice. Yo no he dicho eso, he dicho sólo tomar una copa y poner música, ¿lo ve?, al menos ha tenido usted el privilegio de una noche romántica de vez en cuando, no tiene derecho a quejarse... ¿Y qué me dice del privilegio de separarme otras dos veces, y de perder un juicio por el reparto de bienes con mi ex marido, le parece romántico? Yo sé muy bien lo que es separarse, doctora, y separarse cornudo. Fíjese, yo en cambio no he tenido ese placer porque a mí me tocó más bien el honor de dejar yo misma al hombre que me daba puñetazos. Cómo, ¿su marido le pegaba? No, no mi marido: el otro tipo con el que cenaba a la luz de las velas. ¡Carajo! Como ve, Castillo, tiene que aprender a pensar en los demás. No sé, doctora, yo lo único que pienso ahora es que deberíamos suicidarnos juntos. Yo jamás he pensado en quitarme la vida, Castillo. Allá usted, a mí el mal de los demás no me consuela del mío. ¡Pero si sus males no son para tanto, hombre, me los ha contado usted todos y conozco a infinidad de pacientes en su situación e incluso en peores condiciones! Y qué, ¿le resulta interesante comparar las desgracias ajenas? Desde un punto de vista estrictamente profesional, sí. O sea, que cuanto más sufrimiento tengamos los pacientes, mejor para usted. ¡No diga tonterías! Cuanta más miseria pasemos los demás, más dinero y más experiencia acumulada para usted, a eso le llaman chollo, ¿eh? Acabo de demostrarle que conozco perfectamente el dolor íntimo, Castillo. Muy bien, pues entonces por qué no se analiza a sí misma y deja que los demás nos colguemos en paz. Castillo, me están entrando ganas de desistir y dejar que haga usted una locura... Oh, no me diga. Sí, sí le digo. ¡Pues no le daré ese gusto, zorra! Haga el favor de no insultarme. ¡Me limito a llamarte por tu nombre, puta del desengaño, bruja de la locura, cállate de una vez! ¡Castillo! ¿Colgarme yo, para que el día de mi funeral tú pienses: hicimos lo que profesionalmente se pudo, pero al fin y al cabo se lo tenía merecido? ¡Pero cómo se le ocurre...! Pues de eso nada, no me cuelgo nada y se acabó, qué te has creído; y además, te voy a fastidiar por partida doble: ni vas a ir a mi funeral, ni vas a tener ya paciente los jueves a las siete, hala, ahí te quedas, bruja.
La doctora Freidemberg tardó varios segundos en colgar el teléfono. Por el auricular se oía el pitido monótono de la línea. Lo colocó sobre el aparato, buscó unas llaves en su bolsillo y abrió uno de los cajones. Escogió una ficha, hizo unas anotaciones y la devolvió al cajón. Una rejilla de luz ámbar rayaba el escritorio y las mangas de su delantal. Afuera no cantaban los pájaros. La jarra de agua, casi vacía, proyectaba distorsiones y reflejos tornasol.

¿Por qué me gusta?
Me gusta porque se parece a un capítulo de La Que Se Avecina.